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¿Será posible reencauzar la lucha anticorrupción en Guatemala?

La opinión pública guatemalteca tuvo, al menos en el período de 2015 a 2019, la idea de que la lucha contra la corrupción podía dar resultados tangibles. Fue posible debido al trabajo conjunto del Ministerio Público y la entonces existente Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (Cicig). Como consecuencia de múltiples procesos penales iniciados en esos años, por primera vez en la historia del país, distintos actores poderosos tuvieron que rendir cuentas ante los tribunales, incluyendo a altos funcionarios y exfuncionarios de los tres poderes del Estado, de gobiernos locales, de entidades descentralizadas y autónomas, así como empresarios, entre otros.

Uno de los errores de esa época, sin embargo, fue concentrar demasiado (o totalmente) el trabajo anticorrupción en el ámbito penal. Al respecto, las experiencias internacionales demuestran que además de procurar que no queden sin castigo los responsables de los actos de corrupción, se deben implementar cambios para modificar las condiciones o los incentivos que permitieron su realización, y así prevenir que nuevos actores vuelvan a realizarlos. Las reformas legales e institucionales que debieron acompañar al proceso que se vivía en esa época nunca se concretaron. 

Entre otros, los procesos penales que demostraron abusos en la utilización de plazas dentro del sector público para el pago de favores políticos o el beneficio económico de unos pocos, no fueron acompañados de la aprobación de una nueva normativa sobre servicio civil, considerando que la principal ley de esta materia se emitió a finales de los años sesenta. Los que evidenciaron esquemas fraudulentos en contratos de construcción de obra pública (carreteras, puentes, hospitales, edificios, etc.), no fueron acompañados con la emisión de una moderna ley de adquisiciones públicas que garantizara procesos competitivos. Los que mostraron esquemas de sobornos, enriquecimiento ilícito o tráfico de influencias, no condujeron a una actualización de las normas legales de probidad, ética, responsabilidad de los servidores públicos y sistema de declaraciones patrimoniales, o a la emisión de normas para regular los conflictos de intereses. Tampoco se mejoró o modernizó el funcionamiento de la institucionalidad pública que debe vigilar la aplicación de esa normativa.   

Y en los últimos años, la sociedad guatemalteca ha presenciado el desmantelamiento de todo aquello que favoreció aquella etapa anticorrupción, al grado que hoy la otrora emblemática Fiscalía contra la Impunidad (FECI) del Ministerio Público encabeza procesos penales contra su mismo personal o expersonal, jueces o periodistas que intervinieron o contribuyeron en aquella etapa. En paralelo, avanzó además la cooptación de las instituciones públicas a cargo de una alianza conservadora que promueve una agenda regresiva en materia de derechos humanos, la neutralización de los pesos y contrapesos del sistema democrático guatemalteco, y la impunidad, favoreciendo decisiones y modificando las reglas en beneficio de ciertos actores políticos y económicos, especialmente aquellos que no están interesados en modificar el estado actual de las cosas en el país y que históricamente han gozado de privilegios o cuotas de poder.

Como consecuencia de lo anterior, los principales caminos que conducen a la corrupción en el país permanecen intactos, y han llevado a que Guatemala reciba las peores calificaciones de su historia reciente en varias mediciones internacionales y que aparezca dentro del vergonzoso segmento de naciones latinoamericanas percibidas como las más corruptas. Esto lo confirman, por citar algunas, el Índice de Percepción de Corrupción 2021 de Transparencia Internacional, el indicador de control de la corrupción de los Indicadores mundiales de gobernabilidad 2021 del Banco Mundial, el Índice de Capacidad para Combatir la Corrupción 2021 de Americas Society / Council of the Americas y Control Risks, y la Evaluación Anticorrupción en Latinoamérica 2021-2022 del Cyrus R. Vance Center for International Justice del Colegio de Abogados de la Ciudad de Nueva York.

En esas condiciones, respondiendo a la pregunta con que inicia esta columna, resulta extremadamente difícil reencauzar la lucha anticorrupción en Guatemala. Los dos últimos gobiernos han continuado con la práctica que comenzó en el 2,000 de instalar comisiones presidenciales, que no cuentan ni con autonomía funcional ni presupuestaria. Pero sobre todo, que no inspiran confianza porque aunque sus informes describan una serie de actividades realizadas, esas no están impactando ni modificando los factores estructurales que posibilitan la corrupción en el país.

Han proliferado también convenios de cooperación interinstitucional, que más allá de los informes y actos protocolarios con autobombos para destacar lo que cada entidad hace por separado (en realidad, nada distinto o diferente a lo que legalmente les corresponde), no demuestran resultados significativos porque no contemplan una planificación realista con una línea base nacional (a partir de diagnósticos adecuados de las causas, patrones y dinámicas de la corrupción); con prioridades, secuencia de actividades, plazos, indicadores para medir los avances y su impacto, e identificación precisa de los arreglos institucionales necesarios para asegurar su implementación. Cabe recordar que a este día, Guatemala no cuenta con una política nacional contra la corrupción, y que las últimas legislaturas tampoco han impulsado una agenda legislativa para este fin.

En definitiva, resulta imperativo contar con una clase política comprometida con un abordaje innovador para combatir y prevenir la corrupción, pero además que sus discursos y sus acciones sean coherentes. Durante las campañas electorales abundan los ofrecimientos para cambiar esta situación, pero cuando las personas resultan electas y llegan al poder las cosas cambian. La diferencia con países que si han alcanzado resultados se encuentra en la forma en que diseñan, implementan y monitorean sus políticas públicas para combatir la corrupción, lo que implica además crear una amplia base de apoyo y apropiación de estas políticas, nunca subestimar a quienes se oponen a su realización, prestar mucha atención a los problemas y controversias que puedan sobrevenir por los intereses en juego, y contar con acuerdos políticos para concretar resultados que trasciendan los periodos de gobiernos. El escenario actual en el país es complejo y con amplios nubarrones para la sociedad civil, pero corresponde persistir en estos esfuerzos para encontrar la ruta que permita terminar con los mecanismos que perpetúan la corrupción y condenan a la sociedad guatemalteca a padecer sus nocivos efectos.

Carlos Melgar Peña

Carlos Melgar Peña
Investigador del área de Acción política del ICEFI

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