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Carlos Acevedo
Capital

Retrospectiva a 20 años de la dolarización

El 1 de enero recién pasado, la Ley de Integración Monetaria (LIM) cumplió 20 años de vigencia, esto es, El Salvador conmemoró 20 años de estar oficialmente dolarizado. En su momento, los promotores de la dolarización la propusieron como la panacea que resolvería casi todos los problemas económicos del país, y más. Se asumía que, al garantizar bajas tasas de inflación y de interés, la dolarización atraería vastos flujos de inversión, que se traducirían en mayor crecimiento económico y generarían los empleos e ingresos que sacarían al país de la pobreza. El mayor crecimiento, a su vez, contribuiría a un incremento de la recaudación tributaria, lo cual proveería al Estado de mayores recursos para financiar las políticas públicas requeridas para mejorar la competitividad del país y aumentar la inversión social. La realidad ha sido muy otra, si se revisa la abundante evidencia empírica que se ha acumulado en estos veinte años.

Al momento de la dolarización, El Salvador presentaba indicadores de estabilidad macroeconómica bastante aceptables en términos de los estándares latinoamericanos. La economía salvadoreña creció a una tasa anual de 4.6% en los 1990, comparada con una tasa promedio de 2.8% para América Latina. La inflación promedio que El Salvador registró en el quinquenio previo a la dolarización fue la segunda más baja en Latinoamérica, después de Panamá. Cuando Argentina adoptó la caja de convertibilidad en 1991, o cuando Ecuador se dolarizó en 2000, ambos países enfrentaban profundos desequilibrios macroeconómicos. La caja de convertibilidad en Argentina y la dolarización en Ecuador sirvieron como “tratamientos de shock” para corregir esos desequilibrios. La relativa estabilidad macroeconómica de la que El Salvador gozaba a comienzos de los 2000 no ameritaba un tratamiento de shock de esa índole.

Las tasas de interés promedio en El Salvador habían bajado de modo apreciable durante la segunda mitad de los 1990. En el primer año de la dolarización, las tasas de interés bajaron, en promedio, otros 4 puntos porcentuales. La mitad de esa reducción se puede explicar por la eliminación del riesgo cambiario, gracias a la dolarización; el riesgo cambiario promediaba 2% al momento en que la LIM entró en vigencia. La reducción de los otros 2 puntos porcentuales habría sido resultado de una suerte de “efecto Greenspan”, debido a la política monetaria expansiva que la Reserva Federal emprendió para hacerle frente a la recesión estadounidense de 2001. En la medida en que la Fed mantuvo esta política en los años subsiguientes, las tasas de interés en Estados Unidos, e internacionalmente, continuaron bajando, de lo cual se benefició también la novel dolarización salvadoreña.

La dolarización ha mostrado un desempeño macroeconómico mediocre

Durante la primera década de la dolarización, no hubo ninguna evaluación rigurosa de su desempeño. La premisa prevaleciente en los círculos económicos de ARENA era que “la dolarización es evidentemente buena, por lo cual no necesita evaluarse” (dicho sea de paso, fue el mismo argumento que adujo el FMLN para no someter los programas sociales a ninguna evaluación de impacto).

En 2010, este servidor propuso la contratación de un experto internacional para llevar a cabo una evaluación técnica del desempeño macroeconómico de El Salvador bajo la dolarización. Con fondos provistos por el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), se contrató a Eduardo Levy Yeyati, uno de los principales expertos mundiales en el tema. Mediante un modelo econométrico de panel, Levy Yeyati encontró que “los resultados no son alentadores”, ya que El Salvador no exhibía mejoras relativas en ninguno de los aspectos potenciales en los que, presuntamente, la dolarización traería beneficios al país. Según Levy Yeyati, la dolarización no había mejorado el costo financiero (tasas de interés), la inflación, la resistencia al contagio a las crisis foráneas o la integración comercial con Estados Unidos. Tampoco mejoró la inversión ni el crecimiento económico. La evidencia macroeconómica que se ha acumulado desde entonces no ha hecho sino reforzar las conclusiones del informe de Levy Yeyati.

Coincidiendo con la dolarización, El Salvador entró en una larga fase de desaceleración económica, que persiste hasta la fecha, colocándonos a la zaga del crecimiento en América Latina. La crisis financiera global de 2009 nos pegó como a ningún otro país de la región debido en gran parte a la privación de instrumentos de política monetaria, que fueron eliminados por la dolarización, lo cual determinó la incapacidad del Banco Central de Reserva para operar como “prestamista de última instancia” (PUI) a través de herramientas como la “ventanilla de liquidez automática” (VLA), de las que disponen todos los bancos centrales emisores.  Lejos de brindarnos un blindaje inexpugnable contra los efectos de contagio de las crisis financieras, la dolarización nos dejó a la intemperie frente a los choques externos. 

Sotto voce, los partidarios de la dolarización aducen que, aun si los beneficios macroeconómicos de ésta no se han materializado como se esperaba, la eliminación de la facultad de emitir moneda propia constituiría una ventaja que nunca podremos agradecer suficientemente. La premisa de ese argumento es que, si un gobierno fiscalmente irresponsable dispusiera de la “maquinita” de imprimir moneda, nos abocaría a una vorágine de despilfarro financiado con emisión inorgánica de dinero, hiperinflación y caos macroeconómico como nunca lo ha experimentado el país.

Con frecuencia, quienes aducen ese argumento apelan a las experiencias de manejo desastroso de política monetaria, como Venezuela, Nicaragua o Argentina. ¿Pero por qué no pensar en las experiencias exitosas de manejo monetario? Países como Chile o Perú, sin renunciar a la política monetaria, han alcanzado tasas de inflación tan bajas, o aún más bajas, que países dolarizados como Panamá y Ecuador. Una variedad de países latinoamericanos, entre los que se incluyen precisamente Chile y Perú, han alcanzado mediante un régimen de metas explícitas de inflación (inflation targeting), tasas de inflación bajas sin prescindir de la política monetaria. Nuestro vecino del oeste, Guatemala, ha logrado también desde hace varios años un manejo monetario prudente mediante ese esquema. Guatemala no se caracteriza precisamente por una institucionalidad más sólida que la nuestra, ni tampoco la fauna política guatemalteca se distingue por tener más luces o valores que sus homólogos salvadoreños. Si Guatemala lo ha logrado, ¿cómo podemos asegurar que la adopción de un régimen de metas de inflación no hubiera funcionado en El Salvador, en lugar de amputarnos el brazo de la política monetaria?

La desdolarización no es una opción

Como quiera que sea, la salida al predicamento en que nos ha colocado la dolarización no consiste en “llorar sobre la leche derramada”, ni tampoco embarcarnos en un proceso de desdolarización. La dolarización es un ejemplo de esas decisiones en la vida que resultan prácticamente irreversibles, o que solo pueden revertirse a un costo tan alto que resulta más razonable asumirlas y buscar la manera más productiva de cargar con ellas. No es recomendable que alguien se meta un balazo en la cabeza, pero si una persona, en virtud de alguna circunstancia desafortunada, recibe un balazo en la cabeza, y la probabilidad de muerte para intentar extraer la bala es mucho más alta que la probabilidad de sobrevivir con la bala adentro, la opción razonable es seguir su vida con la bala incrustada en el cerebro.

No tenemos ninguna guía para esbozar una salida de la dolarización a partir de la experiencia de un país que se haya desdolarizado después de estar oficialmente dolarizado. La experiencia más cercana a ello es el colapso de la convertibilidad argentina, en 2001. A partir de esa experiencia, podemos inferir que un proceso de desdolarización en El Salvador muy probablemente iniciaría con la imposición de un “corralito” para contener una corrida bancaria sistémica, a lo cual eventualmente seguirían fuertes presiones devaluatorias e inflacionarias una vez que empezara a circular una moneda doméstica, presiones al alza de las tasas de interés, incremento de la mora bancaria, reducción del financiamiento disponible, caída de la inversión, contracción de la actividad económica, aumento del desempleo, deterioro de los indicadores fiscales y empeoramiento general de las condiciones de vida de la población, mientras la economía sale del caos y alcanza un nuevo equilibrio, lo cual podría tardar fácilmente 2 o 3 años. Ningún economista responsable recomendaría un escenario así para el país.

La opción razonable, por tanto, es proseguir la vida de la manera más productiva posible, “con la bala dentro”. Entre otras cosas, el buen funcionamiento de la dolarización implica un ajuste fiscal que garantice la sostenibilidad de las finanzas públicas. Implica también una apuesta por la inversión en capital humano y actividades de mayor valor agregado, que le permitan al país montar una plataforma competitiva para sobrevivir en el nuevo entorno global, caracterizado por la progresiva automatización y robotización de los procesos productivos, el teletrabajo a través de plataformas virtuales y el imperio de la economía digital. No es una tarea baladí.