Pablo Rodas-Martini
Hace más de cinco años, el día después de que tu mente se enfrentó en batalla campal contra tu cuerpo, despiertas, y el cirujano te dice que quedarán cicatrices de por vida, pero que la piel del cuello es generosa, por lo que ahí, a pesar del gran daño causado, se recuperará con rapidez, pero que tu yugular cortada tuvo que ser cosida.
Una vez más tu razón reacciona primero, y esta le pregunta al doctor: ¿Acaso la expresión “ataque a la yugular” no es sinónimo de ataque mortal? Él responde que sí es posible vivir con la yugular clausurada. Entonces, tu razón se repliega y se adelanta tu alma; esta se percata de que estuvo rodeada por una laguna pintada de rojo, y en ese preciso instante deja de ser atea para convertirse en agnóstica. Dios quizás sí existe y te ha dado una segunda oportunidad, pues unos minutos más y hubieras sido parte de las estadísticas.
No fue la depresión sino que su impacto más pernicioso, el insomnio, en este caso devastador, el que hizo que tu pluma tratara de escribir el punto final. Era insoportable, creías enloquecer y creíste, erradamente, que la medicina del siglo XXI no tenía solución, pues ya el hospital te había hospedado varios días, sin que nada cambiara. El sueño era una ilusión que solo saludaba de lejos a tu cerebro.
Después del intento fallido, el insomnio todavía salía de juerga por las noches, pues la metralla de pastillas no lo doblegaba, y solo cedía unas pocas horas ante el poderío de la inyección, inyección que tenías que mendigarle a las enfermeras. En esas semanas que seguiste en el hospital, te seguías sintiendo un anormal, pues solo alguien así habría hecho lo que hiciste y solo un anormal era incapaz de dormir.
Recordaste que una vez llevaste a tu familia a la Federación Nacional de Ajedrez, donde tiempo atrás habías dejado una parte muy importante de tu vida, y que al salir tu exesposa comentó: “En toda familia hay un anormal, pero aquí están reunidos todos los anormales de todas las familias”. ¿Habrá sido ese el pecado original? Ese juego ciencia maravilloso, donde llegaste a enfrentar a ocho adversarios en ajedrez a la ciega –es decir, dándole la espalda a los tableros-, y que catapultó tu capacidad analítica, te había pasado una factura muy alta: nada es más solitario que el ajedrez.
Estudias los libros en soledad, te enfrentas –solo tú, no en equipo- contra tu adversario, no hablan en cinco horas y, al final, si alguno de los dos termina molesto, solo se dan la mano. El ajedrez trastocó tu adolescencia y te dejó una compañía… la soledad. Por eso, el día que nacieron tus hijos, juraste que jamás jugarían bien al ajedrez. Nunca sabrás, sin embargo, si esa fue la manzana de Adán.
Comienzas a ordenar libros que nunca antes pensaste llegar a comprar, y así fue como arriban a tu biblioteca páginas sobre depresión, trastorno bipolar, suicidio y, como eres un apasionado de la historia, también sobre historia de la depresión y del suicidio.
Lo haces para tratar de entender lo que sufres y encuentras que hubo estadistas con depresión: T. Roosevelth, Churchill, L. King; científicos, Newton, Oppenheimer; escritores, Victor Hugo, Tolstoi, Baudelaire, Tennyson, Fitzgerald, Maupassant, Dickinson, C. Andersen, M. Twain, W. Witman, Keats, L. Byron, Faulkner, Conrad, Eliot, A. Poe, G. Lorca, Woolf, Hemingway, Plath; músicos, Mozart, Schumann, Rachmaninov, Tchaikowsky; artistas, Miguel Ángel, Degas, Gauguin, Matisse, Goya, Miró; y filósofos, Nietzsche, Stuart Mill, James, Foucault. ¿Cuántas personas “normales” no cambiarían una década de su vida por una semana en la de estos “anormales”? Tú eres pequeño del vecindario sombrío, pero el cual también han habitado gigantes.
Por eso, cuando a inicios de este año, como narré en mi artículo anterior, la depresión te sometió a una guerra de trincheras, cual Gallipoli, de tres meses… no cedes y te aferras a la vida.
Admiro a muchos personajes pero a nadie como a Abraham Lincoln; su vida es fascinante. Sin embargo, al leer sus biografías –y casi cada año aparece una nueva-, te topas con sorpresas. De joven, sus amigos vivían pendientes de él porque sabían lo que era capaz de llegar a hacer. También escribió: “Soy el hombre más miserable que existe”, y solo 139 años después de que apareciera publicado, se llegó a demostrar que el poema “El soliloquio del suicida” había sido escrito por él. Su caso ha apasionado por igual a historiadores y a psiquiatras.
Jamás olvidaré la anécdota que Tolstoi narra sobre una visita que hizo a un jefe circasiano en el Caúcaso. Trató de interesarlos hablándoles sobre inventos e industrias, pero se quedaron imperturbables. Les habló entonces de los guerreros famosos de la historia, y quedaron cautivados, pero al terminar uno le dijo que se le había olvidado el más grandioso de todos. Y entonces Tolstoi comenzó a contarles la vida de Lincoln. Tanto se impactaron que Tolstoi viajó al pueblo más cercano para buscar una fotografía. El joven jinete que lo acompañaba la vio, le temblaron las manos y se le salieron las lágrimas. Tolstoi le preguntó que le sucedía, y él respondió: “No se da cuenta que sus ojos están llenos de lágrimas y que sus labios muestran una tristeza escondida”.
Por eso, si Lincoln, enfrentando sus infinitos desafíos, pudo contener su melancolía –así se le decía antes, una palabra mucho más tierna que la más descarnada de hoy en día-, yo, aunque tenga que estar muy pendiente de tomar mis pastillas matutinas y nocturnas, pues se han convertido en parte del oxígeno y del agua para poder vivir, y haya días que dé una imagen un tanto sombría, ya que la multimedicación provoca labios blanquecinos, reconozco que solo tengo preocupaciones de un simple mortal… por eso, yo también he de poder con mi melancolía.
*Pablo Rodas-Martini tiene un Ph.D. y un M.Sc. en Economía por el Queen Mary and Westfield College de la Universidad de Londres.
On this February 12th, we celebrate Abraham Lincoln’s birth anniversary. Continuing, we present to you some of his most remarkable quotes.
Hello everyone, nice to meet you